Sin necesitar faros que lo alumbren ni farolillos que lo adornen.

Como si fuese la primera vez aunque a veces digan que esto ya es cosa de perro viejo.

Como un regalo de Reyes.

Todavía no sé a que huele, pero me encanta.

No sé cómo suena, pero me alegra los oídos.

No sé cómo se siente, pero mi piel se eriza sólo con pensarlo.

Esa sensación a nuevo, a viento, a mar abierto. Este sentimiento con sabor a sal.

Este sentimiento de ganas.

Ese cerrar los ojos y verlo claro. Abrirlos y tenerlo en frente.

Porque cuánto te siento mi niña sólo yo lo sé.

Cómo siento tu piel y me elevas y tu sonrisa es mi mejor aliciente.

Cómo tu mirada saca al animal salvaje que habita en mí.

Me miras, me pierdo y no quiero volver.

Me hablas con silueta de sirena y mi mano no puede resistirse y tímida reposa en tu mejilla.

Y te veo.

Te veo cómo cierras los ojos e inspiras lento. Lento y profundo.

Y mi mano… otra vez, baja a tu cuello. Y tus ojos se abren y se clavan en mí.

Esos ojos que me encogen el alma y me animan a besarte.

Despacio. Muy despacito. Porque tu no eres para comerte deprisa.

Podría cerrar los ojos eternamente y dejarme estar.

A tu lado.

A tu vera.

Con la mano en tu cuello y mi nariz pegada a la tuya.

Con tu boca tan cerca que casi me toca, pero no. Tan cerquita que siento cómo tu respiración se para y se acelera.

Y si abres otra vez los ojos y me miras…ahí me pierdo mi niña.

Ahí sí que ya no tengo fin.