…Y, DESDE AHÍ, CREZCO.
Hoy, una vez más, me he acordado de Nueva York. Hoy me he acordado de ellas. Me he acordado de mí con ellas y con Nueva York.
Lo que sucedió en ese lugar, esos días, sólo se puede llamar de una forma: MAGIA. Todas teníamos algo en común: ganas de Nueva York y de nosotras mismas. Ganas de ser con plenitud. Todas partimos de nuestras casas con nuestras mochilas, dejando atrás todo aquello que nos acompañaba y nos retenía día a día. Llevándolo presente para verlo diferente y volver distintas.
Una a una nos fuimos conociendo. Desde el amor, ya que es así como se conoce de verdad a las personas. Tras las ventanas y sobre la mesa. Paseando por las calles abarrotadas de gente y de bullicio. Tiradas en un Central Park extremadamente caluroso. Una a una abrimos nuestras almas y compartimos lo más bello que teníamos: nuestras vivencias, nuestros miedos y nuestros sueños. Una a una nos fuimos acogiendo con amor. A pesar de ser muy diferentes y de partir cada una de un lugar, no sólo geográficamente.
Paseábamos de la mano y agarradas. Nos reíamos a carcajadas y compartíamos nuestras historias. Y vaya historias…
Acompañadas por un Nueva York fascinante, intenso, eterno y cambiante. Guiadas por dos musas inspiradoras. Conocimos y nos conocimos.
Dos horas me llevó cruzar el puente de Brookling acompañada de una reina maga que repartía cariño de la forma más generosa. Perdiéndonos entre todo lo que nos ofrecía aquel lugar y dándonos una a la otra justo lo que necesitábamos en aquel momento. Risas, vistas, perspectivas y fotos, muchas fotos. Tres paseos di por Central Park, de la mano de una rubia, al lado de varias morenas y de muchas ganas de respirar hondo y de que toda esa sensación entrase por cada poro y se quedase.
Y un día, me senté en una playa de Brookling y el sol empezó a ponerse tras la isla de Manhattan. Y ahí…ahí lo vi todo tan claro que empecé a llorar de felicidad. Todo ese amor y esa magia que se creó se hizo patente con los rayos de sol escondiéndose tras su skyline. La imagen de mí misma. El ser una misma con plenitud, con total franqueza y con el mayor de los amores. El sentimiento de haber llegado hasta ahí, con todo lo que eso significaba.
En ese momento me dije a mí misma que eso era, que de eso se trababa y que de ahí ya no me bajaría nadie. Que ese era mi sitio y, desde ahí, a la eternidad. Desde ese mágico lugar, ya sólo quedaba la expansión.
Cierto es que el día a día muchas veces lo pone difícil porque las urgencias nos comen. Pero, gracias a mí (a quien sino), nada ha conseguido que descendiese ni un centímetro. Porque sé con certeza que ese es mi sitio. Que de ahí no me muevo. Que quiero en mi vida todo aquello que me haga expandirlo, que haga que crezca y sea, cada día, más y más grande. Y lo que no, fuera.